Hace tiempo no sentía que una película jugara tanto con mis emociones. Me sentía asfixiada, en estrés, literalmente en el borde del asiento, con malestar estomacal… ¿cómo es posible? … Siempre quedo fascinada cada vez que una historia logra trascender la pantalla y convertir la experiencia en algo casi físico. Eso es lo que logra la directora Kathryn Bigelow con A House of Dynamite.
La historia transcurre en Washington D.C., dentro de la famosa Sala de Situación de la Casa Blanca —ese espacio donde los líderes más poderosos del país se enfrentan a decisiones que nadie quisiera tomar. Allí, entre pantallas gigantes, mapas y comunicaciones directas con el Presidente, se vive la rutina de un equipo que, hasta hace minutos, hablaba de cosas normales: sus hijos, los partidos del fin de semana, la vida fuera del trabajo.
Todo cambia cuando una alerta irrumpe el silencio: un misil nuclear ha sido lanzado y va en camino. A partir de ese instante, la sala se convierte en una tensión insoportable. Cada movimiento, cada palabra y cada segundo cuentan mientras intentan descubrir quién está detrás y cómo detener lo inevitable.
Todos, en algún momento, nos hemos preguntado qué haríamos si el mundo se acabara. Pero entre la rutina y las responsabilidades diarias, esa respuesta se diluye. Yo siempre he pensado que, si llegara ese momento, quisiera estar junto a mi familia. Y eso mismo es lo que A House of Dynamite refleja con brutal honestidad: que más allá del poder, las jerarquías o los títulos, todos terminamos buscando lo mismo… a las personas que amamos.
Una de las cosas que más me perturbó fue cómo la película cambia de perspectiva varias veces. Tres veces, para ser exacta. Te lleva al límite de la ansiedad y luego detiene todo para mostrarte la historia desde otro punto de vista. Esa estructura te obliga a enfrentarte a la pregunta que persiste mucho después de que termina: ¿qué harías tú si tuvieras que tomar una decisión que podría destruirlo todo… o salvar a los tuyos?
Desde el lado político y militar, la película es impresionante. Te recuerda que pueden entrenarte toda una vida para “el momento”, pero cuando llega, nada te prepara realmente. Ver a estos profesionales desmoronarse fue impactante, porque deja claro que la vida no sigue un manual. Y que ni el poder, ni la disciplina, ni los rangos te protegen del miedo más humano de todos: perder a los tuyos.
El score de Volker Bertelmann me acompañó por días. Es una música que no busca adornar, sino amplificar la tensión, mantenerte al borde sin dejarte respirar. Más allá de su intensidad cinematográfica, A House of Dynamite plantea una pregunta que hoy se siente demasiado real: ¿cómo reaccionaría Estados Unidos, o cualquier país, ante un ataque nuclear? La cinta nos muestra, paso a paso, el protocolo detrás de una catástrofe así: desde los asistentes y sargentos hasta el propio presidente. Todo con una sensación de inmediatez y vulnerabilidad que hace que el espectador no solo mire… sino que sienta.
Más que dar una respuesta, A House of Dynamite muestra los procesos internos de poder, miedo y ego que influyen en esas decisiones. Algunos personajes creen que “no actuar es debilidad”, mientras otros entienden que “actuar sin certeza es suicida”. Esa división genera el conflicto humano y ético que sostiene todo el guion.
A House of Dynamite no solo retrata el caos político y militar de un posible ataque nuclear; retrata lo que nos hace humanos. Es un recordatorio de que, incluso en medio del poder, el ruido y la estrategia, lo que realmente importa no está en las pantallas ni en los protocolos, sino en las conexiones que nos sostienen cuando todo se derrumba. Este thriller politico apocalíptico es experiencia emocional y sensorial que te obliga a mirar lo que hay detrás del poder: la fragilidad humana.

