Hugh Jackman está en el frente y centro de The Greatest Showman, musical imperfecto sobre la vida del “showman” por excelencia, P.T. Barnum.

El musical está vivito y coleando, gracias en gran parte a la avalancha de remakes “live action” que produce Disney anualmente, y por supuesto, como respuesta directa al rotundo éxito de La La Land, la casi casi ganadora del Oscar de Mejor Película del 2016, que eventualmente fue a parar en manos de Moonlight. Un año más tarde, otro musical busca la codiciada invitación al gran baile de coronación. The Greatest Showman tiene los ingredientes necesarios para coronarse: un protagonista que toca las notas correctas en medio de la clásica jornada de pobreza hacia la riqueza, un talentoso elenco secundario, y el diseño de producción que solo figura en los sueños de directores de cine y teatro. El problema es que la película, dentro de sus visuales llamativos y música memorable, parece haberse olvidado de la verdadera historia de Barnum, un empresario y político por encima de todas las cosas.

De pequeño, P.T. Barnum (Jackman) asistía a su padre, un sastre humillado por sus clientes adinerados. Entre ellos figura el padre de Charity, a quien un joven Barnum promete una vida de ensueño cuando sean adultos. Una tragedia y un número musical más tarde que justifica la selección de los dos niños que los interpretan, Phineas Taylor Barnum y Charity Barnum embarcan en su “felices por siempre”, uno lleno de baile y melodías, pero carente de riquezas económicas. Un eterno soñador y aún más grande perseverante, Barnum comienza a coquetear con la idea de un museo de curiosidades, lo que eventualmente se convertiría en un espectáculo como ninguno otro en el mundo. Para ello, Barnum enlista los servicios y un peculiar grupo de marginados, entre ellos una mujer con barba y un potente vozarrón (Keala Sette), un hombre atrapado en el cuerpo de un niño (Sam Humphrey) y una trapecista afroamericana (Zendaya) que forcejea con sentimientos hacia Phillip Carlyle (Zac Efron), protégé y mano derecha de Barnum en el circo.

Música memorable es pieza clave en un musical. Para cumplir con este requisito, la producción de The Greatest Showman contrató los servicios de Justin Paul y Benj Pasek, dúo de letristas que hace apenas unos meses fue laureado con el Oscar de Mejor Canción Original por City of Stars de La La Land. Este año, el dúo parece encaminado a competir en la misma categoría por This is Me, tema que mejor resume los temas de la película y que destaca uno de los talentos más grandes de la película en Settle, la cual eventualmente se pierde entre la superficialidad y las libertades creativas que se toma el guion de Jenny Bicks (What a Girl Wants) y Bill Condon (Beauty and the Beast). No es decir que la música no sea efectiva, pues los números cumplen con su propósito de cautivar de manera audiovisual, adelantar la historia y cristalizar los talentos de sus protagonistas. Después de todo, el mayor atractivo del musical siempre serán la música y sus bailes, seguido por la historia y sus personajes.

Es en el departamento de la historia donde The Greatest Showman comienza a desafinarse y mostrar sus propiedades asíncronas. Diluir la verdadera historia de Barnum la sincroniza perfectamente con la historia de superación e importante mensaje de igualdad que intenta proyectar la película. El problema es que esta versión “sugar coated” de la figura histórica conflige con una de las más comunes percepciones de Barnum, quien siempre ha sido una pieza controversial en la historia del mundo del espectáculo.

Por un momento, la cinta coquetea con comenzar a explorar un lado más oscuro de Barnum con la llegada de la estrella sueca, Jenny Lind (Rebecca Ferguson haciendo un excelente trabajo de lip sync). Con el propósito de servir a la imagen imperfecta pero siempre bienintencionada de Barnum, esta trama secundaria se escabulle y funciona como lección de vida para el protagonista, cuya redención se completa con la misma prisa que la historia explora una relación interracial entre la trapecista, Anne Wheeler (Zendaya) y Carlyle (Efron). La relación al menos se presta para uno de los números musicales más ostentosos de la película.

Con ese mismo adjetivo -sinónimo de llamativo y escandaloso- se puede describir a The Greatest Showman, un musical que cumple con su propósito de entretener, mientras descuida elementos que al día de hoy podrían catalogarse como conocimiento general sobre Barnum, a quien Jackman interpreta con el profesionalismo y refinación a los que nos tiene acostumbrados. Al final, para añadir ironía a las libertades creativas de los cineastas, el filme termina siendo el espectáculo de Jackman, quien inconscientemente plasma parte del universalmente conocido egocentrismo de Barnum, sin que falte en algún momento la humanidad y sencillez del celebrado actor y showman del siglo XXI.

Crítica: Hugh Jackman es The Greatest Showman
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