Crítica de Blade Runner 2049 con Ryan Gosling

Denis Villeneuve, director de la sublime Arrival, vuelve a la carga con una continuación visual y temáticamente irresistible con Blade Runner 2049, un neo-noir ambientado en el género sci-fi que coloca a su director de fotografía, Roger Deakins, como el favorito del tan merecido Oscar que lo ha eludido durante décadas.

Casi cuarenta años después de la original Blade Runner, el director franco-canadiense responsable de la mejor película del 2016 ha confeccionado una rareza: una secuela que complementa uno de los filmes de ciencia ficción más importante en la historia del cine y una que logra extender algunos de sus temas principales. Todo esto, bajo un caparazón de “blockbuster” que reta a los grandes estudios que suelen sacrificar sustancia en favor de estilo con sus películas de alto presupuesto. Todas las tendencias de Villeneuve, desde la tensión que reinó en películas como Prisoners y Sicario, hasta la temática profunda y visualmente complementada de Enemy y Arrival están presentes en su magnum opus, Blade Runner 2049, el filme que muchos se atreverá argumentar fue el que nació para dirigir.

En el 2049, exactamente 30 años después de los eventos de la primera película, todavía existen los blade runners, oficiales de la policía cuya misión es eliminar réplicas (humanos sintéticos cuya inestabilidad emocional representa un peligro para la humanidad). Antes propiedad de Tyrell Corporation, ahora la manufactura de estos humanoides con inteligencia artificial está a cargo de Niander Wallace (Jared Leto), quien ha creado la versión más estable de estas réplicas; esclavos con una duración de aproximadamente cuatro años. Sin embargo, ediciones problemáticas aún vagan por las distópicas y sombrías calles de Los Ángeles, muy lejos de su feche de expiración.

Aquí entra K (Ryan Gosling), un “blade runner” que, en medio de una misión común y corriente, descubre un secreto que lo lleva al paradero de Rick Deckard (Harrison Ford), otro “blade runner” que lleva 30 años desaparecido. Bajo el comando de la teniente Joshi (Robin Wright), K emprende en una búsqueda de la verdad, en la que cada secuencia representa un logro estético a mano de uno de los cinematógrafos de mayor trayectoria del cine moderno. K (una versión menos relajada del personaje de Gosling en Drive), pasa su tiempo libre con Joi (Ana de Armas), un holograma/sistema operativo/acompañante que, junto al protagonista, expanden la cuestión de identidad e independencia que abarcó originalmente la joya de ciencia ficción de Ridley Scott.

Descubrir este secreto y sus ramificaciones es parte de la experiencia de ver Blade Runner 2049, cuya trama y sus detalles fueron sensacionalmente omitidos de la publicidad de la película, para bien o para mal. Esta búsqueda es sólo superada solo por los hipnóticos visuales de un Los Ángeles futurístico y traído a la vida por luces de neón. Junto a K, el espectador es invitado a destapar secretos que extienden la temática de la primera película, sin hacerle cambios drásticos que laceren el disfrute de la innovadora y universalmente influyente propuesta de Scott. La trama de Blade Runner 2049 logra lo que pocas secuelas se proponen, y es complementar a sus predecesoras.

Sin entrar en detalles que podrían arruinar una de las experiencias cinemáticas más gratificantes del año, la trama de 2049 facilita una inserción orgánica del personaje principal de la original, interpretado nuevamente por Harrison Ford, quien continúa en su misión de revivir y retirar sus personajes más populares. Esta, por el momento, reina como la más acertada (todavía le queda una última aventura como Indiana Jones). La presencia de Ford -exclusiva del tercer acto- es esclarecedora en lugar de forzada con el propósito de atraer fanáticos a las salas de cine.

En línea con con la excelente Mad Max: Fury Road, la cinta de ciencia ficción es la rara mega-producción que toca las notas correctas para satisfacer a diferentes tipos de audiencia: los que buscan consumir dos horas (en esta caso casi tres) de pura grandeza audiovisual, sin sacrificar a un espectador más exigente en busca de contestaciones a incógnitas que creó la primera película en el 1982. Más allá de contestarlas, la secuela emula a su predecesora en la manera en que propone preguntas que no se compromete a contestar de inmediato. Esto, consciente de que gran parte el éxito de la original se debió a la conversación que generó y que ha sobrevivido tras casi cuatro décadas.

Entre los pocos desaciertos de la película resalta Jared Leto como Niander Wallace, un empresario con características de villano que tropieza, o malentiende, la ideología de Eldon Tyrell y sus creaciones. Su débil y a veces monótona presencia es auxiliada por su mano derecha, Luv (una magnífica Sylvia Hoeks), uno de los personajes que mejor representa el deseo de las réplicas de estar en total control de su destino. La idea, tan vieja como el tiempo, propulsó la primera película y se extiende hasta la secuela, pero no de la manera en que Star Wars: The Force Awakens repitió la fórmula exitosa de la original Star Wars paso por paso. Villeneuve, como uno de los grandes cineastas de la actualidad, está en pleno control de sus ideas, y las ha hecho evolucionar de manera orgánica, de modo que vayan acorde con los actualizados visuales de esta obra maestra.