El drama laureado del Festival Internacional de Cine de Toronto explora la empatía y las cualidades purificantes del perdón con el humor veloz y arisco de su director y escritor, Martin McDonagh.
Cientos, sino miles de películas ya han recorrido el camino que el director Martin McDonagh ha escogido para establecer su más reciente propuesta. Sin embargo, pocas logran la gesta de atravesar el tramo más largo con éxito, sin atajos ni desvíos forzados. Three Billboards Outside Ebbing, Missouri es tan incómoda como el acto de pronunciar el nombre en la boletería del cine, pero que esto no se interprete como una crítica negativa, porque entre un filme áspero y honesto y otro que prefiere ofrecer una mirada superficial y manipuladora de una tragedia personal, siempre preferiré el primero.
Durante gran parte de su más reciente propuesta, el director de películas como In Bruges y Seven Psychopaths se la pone difícil a la audiencia para simpatizar con su protagonista, una mujer que siete meses atrás perdió a su hija en un violento asesinato. El crimen, medio año después, ha quedado en el olvido para el pequeño pueblo de Ebbing, Missouri, incluyendo el Departamento de la Policía y su jefe, William Willoughby (Woody Harrelson). Pero no para su madre, Mildred Hayes (McDormand), quien agobiada por el dolor y la ira decide rentar las tres vallas publicitarias a un lado de una carretera intransitada, en las que pinta un mensaje provocador que desata ira en un pueblo destacado por la intolerancia.
Detalles sobre la salud del jefe de la policía y el comportamiento errático de Mildred hacia los habitantes de Ebbing dificultan la conexión con el personaje. Sin embargo, este es exactamente el reto que nos lanza McDonagh y que perfectamente encaja con la relación entre sus personajes, entre ellos, un policía violento y racista interpretado con maestría por el excelente Sam Rockwell. Como Mildred Hayes, la veterana de cuatro nominaciones al Oscar dispara insultos con el “delivery” de un comediante profesional y el filo de un arma mortal. Pero detrás de su arsenal de improperios geniales -algunos pudiesen hasta considerarse arte- queda tendida ante la audiencia una mujer en su estado más vulnerable, capaz de sentir empatía pero que ha decidido evitar la exteriorización de este sentimiento en su incansable búsqueda de justicia para su hija.
Al igual que con Mildred, MacDonagh provee distintas perspectivas para cada uno de sus otros personajes principales. Consciente de que la primera impresión es la más importante, el guionista y dramaturgo los presenta inicialmente en su forma más simple. Dixon, en la mejor actuación de la carrera de Sam Rockwell, es un policía violento, racista, y para completar, un completo idiota. Su arco, uno de redención, es uno de los más fascinantes y completos de la película. El suspenso de la historia, y la real investigación, queda a cargo de la audiencia en relación a estos personajes. Mientras cada uno de ellos se despoja de una nueva capa, más claras quedan las intenciones del director, quien para el tercer acto ya ha presentado a sus personajes en su versión más compleja, concediéndole a la audiencia uno de los grandes placeres del cine: la oportunidad de conocer a un personaje en punto A y ser testigo de su evolución hasta el punto B.
Lo que luce en papel como una receta perfecta para el melodrama no podría estar en un polo más opuesto. Seguidores del guionista y dramaturgo británico podrán identificar el marcado humor negro de McDonagh -el cual le consiguió una nominación al Oscar en el 2009-, complementado por actuaciones que elevan el material cuando amenaza con caer en el discurso. Al final, el discurso logra colarse entre la honestidad de los diálogos del guionista, pero una intensa actuación de McDormand (en camino a su quinta nominación al Oscar), mantienen el material entre lo mejor del año.