Crítica: The Magnificent Seven se queda corta

El western está muerto; Antoine Fuqua lo ha matado. La hipérbole es necesaria cuando se habla de “The Magnificent Seven”, la más reciente propuesta del director estadounidense, Antoine Fuqua (Training Day, The Equalizer). La película, remake del filme homónimo del 1960, también es una nueva versión americana del clásico “Seven Samurai” del maestro Akira Kurosawa. En su primera excursión hacia el olvidado viejo oeste, Fuqua se arma de un elenco que, en papel, luce invencible. Sin embargo, ni la innegable carisma de Chris Pratt o el dominio de Denzel Washington cuando está en escena prueban ser atractivo suficiente para un guión que se preocupa poco por establecer motivos o crear personajes que trascienden la pantalla grande, además de estar atrapados dentro de una premisa antigua que hemos visto una y otra vez en el cine.

La historia es simple: Un pequeño pueblo del viejo oeste se ve acechado por un despiadado industrializador llamado Bartholomew Bogue (Peter Sarsgaard) y sus secuaces. La intención de Bogue es explotar sus tierras a cambio de nada y eliminar a quien se oponga al proceso de destierro. Tras un incidente en el que varios hombres hombres resultan muertos, la desesperada viuda (Haley Bennett) de una de las víctima solicita la ayuda de Sam Chisolm, un autoproclamado pacificador (en el filme un sinónimo de cazarrecompensas), quien acepta una enorme cantidad de dinero a cambio de eliminar a la escoria que amenaza con dejar a un pueblo entero en la calle, si es que queda alguno cuando el trabajo del villano se haya completado. Lo que sigue es un clásico montaje en el que Chisolm recluta a un grupo de asesinos para llevar a cabo una “misión imposible”, en palabras del protagonista.

Fuqua ha confeccionado un filme poco memorable que propone una idea tan vieja como el propio género en el que inteligentemente decidió mantenerla. Fácilmente, “The Magnificent Seven” pudo haber sido una versión moderna de la historia, pero tan anticuada como aún suena en un filme que se desarrolla en el siglo 19, la idea de reclutar a un grupo de asesinos para defender a un pueblo de otro grupo de asesinos hubiese producido más problemas de los que el filme enfrenta desde la entrada. No es que sea imposible hacer que la audiencia conecte con un grupo de asesinos, pues hace apenas un año Quentin Tarantino nos hizo simpatizar con un grupo de personajes despreciables dentro de una cabaña. El problema es que el guión de Richard Wenk y Nic Pizzolatto no se molesta en justificar la participación de este grupo de personas en una misión suicida. Para ser justos, el “mexican standoff” se podría interpretar como un primo lejano del “harakiri” de los japoneses, pero hasta ahí llegan las similitudes culturales que podrían justificar una misión suicida a cargo de un grupo de asesinos que, juzgando por la situación en que inicialmente los conocemos,  parecen estar en un buen momento de sus vidas.

Eventualmente, llega la gran secuencia de acción que la mayoría de la audiencia estará esperando, y aunque es tan violenta como los aficionados del género habrían deseado que fuera, carece del peso emocional que permite a la audiencia escoger un bando. Se le ha dicho a la audiencia que un grupo en específico debe prevalecer, pero nunca el por qué. La diversidad del grupo y la carisma de Pratt como el alcohólico Jay Faraday hacen parte del trabajo, pero no es suficiente para renovar una premisa que en el 1954 y hasta en el 1960 todavía era refrescante, pero en el 2016 es un simple cliché.

El poco peso emocional con el que carga el filme seré reconocido exclusivamente por quien esté familiarizado con el trabajo del fenecido James Horner, cuyas últimas composiciones fueron para esta película. Su trabajo, a diferencia de la película, continúa siendo magnífico.

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