SuperFly: Poco estilo y poca sustancia

SuperFly, remake del filme del mismo nombre del 1972, está destinado a convertirse en un filme de culto, de esos que inspiran a fanáticos alrededor del mundo a reunirse una vez al año a la medianoche.

Lo anteriormente expuesto, a diferencia de clásicos de culto como The Room, no es un cumplido para la película. La cinta de Director X (pseudónimo de Julien Christian Lutz) también está destinada a ser nada más que el “guilty pleasure” de amantes del cine de explotación negra o “blaxploitation”, movimiento cinematográfico popular de la década de los setenta, y uno que se siente fuera de lugar casi 50 años después del estreno de la original. Esto, probablemente por las diferencias entre las audiences de los setenta y las audiencias contemporáneas, educadas a reaccionar de manera diferente a lo que se les presenta en pantalla, especialmente cuando se presenta sin ningún tipo de justificación o exploración de circunstancias, como han hecho exitosa y respetuosamente propuestas ganadoras del Oscar como Moonlight y Get Out.

La película sigue a Youngblood Priest (Trevor Jackson), un traficante de drogas con un estilo peculiar que, tras años en el negocio, una reputación intachable, y haberse mantenido fuera del radar de la policía, decide que es tiempo de retirarse. Pero antes, y para asegurar una vida de placeres, Priest decide poner en marcha un elaborado plan para un último trabajo, lo suficientemente grande como para que él, sus dos novias y su equipo puedan disfrutar del retiro. Sus acciones, por supuesto, despiertan el interés de un par de policías corruptas y una competencia que hasta el momento no se había visto afectada por la insignificante operación de Priest y su proveedor Scatter (Michael Kenneth Williams).

El más grande acierto de SuperFly -título que hace referencia a un estilo de vida constantemente perseguido por los protagonistas- es que con su ejecución nunca traiciona, y hasta rinde honor a una premisa tan trillada que debió haber sido una película original de Lifetime, o tal vez una de esas propuestas de muy bajo presupuesto que pasan después de las 12:00 am en HBO o Cinemax, mejor conocido por como Skinemax por adolescentes calentorros con limitado acceso al internet. Aunque esto es exactamente lo que describiría una propuesta del movimiento que esta película intenta celebrar, SuperFly carece de la sustancia y hasta identidad visual de la época. La película ni tan siquiera logra replicar el estilo de un video musical, lo que habría caído como anillo al dedo. Después de todo, esta fue la idea que impulsó la contratación de un director de videos musicales para capitanear un filme sobre narcotraficantes con más estilo que los raperos que “Director X” ha dirigido en la última década, entre ellos Drake, Kendrick Lamar y Rihanna.

Con este tipo de película, es necesario exista o que al menos haya rastro de un sentido de humor autorreferencial, lo que en inglés se conoce como un filme “self aware” o consciente de lo que es y de cuál es su propósito. La extraña ausencia de este tono a principios de la película llega como una bofetada cuando lo que comienza como un altercado entre miembros de dos pandillas se convierte en una inesperada pelea en que los insultos y disparos son reemplazados con artes marciales.

Si algún crédito merece, es que dentro de las improbabilidades que trabaja el guión para mover la historia, SuperFly logra cierto tipo de imprevisibilidad que ayuda a ejecutar el más importante trabajo de todos: mantener a la audiencia cautivada durante dos horas, aunque cautivado, en esta ocasión, funcione como sinónimo de estupefacto.n