Crítica de BABY DRIVER con Ansel Elgort

Aunque en la superficie suelen lucir familiares, las películas del director Edgar Wright son como ningunas otras. Desde su primera película, Shaun of the Dead, Wright estableció un estilo innovador que luego perfeccionó con Hot Fuzz y Scott Pilgrim vs the World. Wright, un verdadero maestro de la coreografía, toma historias familiares y las ejecuta con originalidad. Cada una de sus películas pertenece a un género en específico, desde el horror hasta la acción, pero lo trascienden con un estilo único de contar lo que de un primer vistazo parecería una historia común y corriente; una más en una montaña de historias recicladas. Con Baby Driver, su primera propuesta cinematográfica en cuatro años, el director inglés explora la típica historia del criminal que llegó a ese mundo por error y que forcejea con sus deseos de escapar del crimen o saldar la deuda que lo llevó ahí en primer lugar.

Lo que hace que Baby Driver sea como ninguna otra película del subgénero, es como Wright implementa la música en la historia que quiere contar. Cada movimiento, línea de diálogo, persecución y disparo está ingeniosamente sincronizado con la música de fondo, pero no se trata de un simple truco o “gimmick” con el “soundtrack”, lo cual habría sido un fácil y temporero engaño al ojo y oído casual. La música, compuesta de un repertorio que incluye tanto títulos populares como otros más oscuros, es la misma que un par de audífonos disparan a los oídos de Baby, interpretado con carisma y familiaridad por Ansel Elgort (The Fault in Our Stars).

Pero Baby no es un simple aficionado de la música, como el resto de la humanidad. Para este habilidoso conductor de huidas, las miles de canciones que ocupan el espacio de sus diversos iPods -uno para cada día de la semana y estado de ánimo- son su escape temporero del mundo criminal del que intenta salir. También son su auto-prescripción para aliviar el tinnitus que sufre desde el accidente automovilístico que cobró la vida de sus padres. De esta manera, la música es mucho más que un complemento o acompañante; es parte esencial de la historia.

La secuencia inicial de la película, en la que un grupo de criminales compuesto por Jon Hamm, Eiza González y Jon Bernthal roban un banco mientras Baby espera en el auto, sienta el tono y estilo que predominará el resto de la película. Tanto Baby como los delincuentes se mueven al ritmo del tema “Bellbottoms” de la banda The Jon Spencer Blues Explosion. La secuencia de acción comienza tomando prestado del video musical para “Blue Song” de Mint Royale que dirigió Wright hace 15 años, pero antes de que se escuche la última nota de la canción “punk” estalla en una impresionante persecución por las autopistas de Atlanta. Esta, y el resto de las piezas de acción de Baby Driver, son dirigidas con el propósito de ser inmersivas, en lugar de escandalosas. En poco tiempo, la audiencia es parte de la acción, electrificada por la música que constantemente despiden las bocina de un Subaru color rojo que el protagonista logra disfrazar entre autos similares en una de los momentos más ingeniosos del filme.

El grupo trabaja bajos las órdenes de Doc (Kevin Spacey), un mafioso dedicado a confeccionar grupos de delincuentes para llevar a cabo atracos a bancos, correos y cualquier establecimiento del que se pueda beneficiar. Aunque nunca trabaja con el mismo grupo, las habilidades de Baby en el volante le consiguieron la única permanencia que nadie habría de desear. Spacey es el núcleo de un memorable elenco secundario de criminales que contrasta con la nobleza de Baby, cuyo único deseo es que llegue el día en que pueda huir con Debora (Lily James de Cinderella), una de solo dos personas en su vida que comparten su amor por la música. Esto lo hace relacionable con la audiencia, a pesar de tratarse de un criminal.

Hay mucho que admirar sobre el logro técnico que representa Baby Driver, el trabajo definitivo de un director que trabaja cada una de sus tomas con la precisión de un cirujano. Sin embargo, si algo diferencia esta película del resto de su filmografía, es que la constante edición al compás de la música y la mezcla de sonido -merecedora de un Oscar- puede llegar a sentirse fuera de lugar. A diferencia de sus predecesoras, las cuales juegan con elementos que las separan, aunque no del todo, de la realidad, Baby Driver se mantiene anclada en todo momento. Aquí no hay zombies, cultos, extraterrestres ni ex-novios con habilidades sobrenaturales. En un filme que se aleja lo más que puede de aquel surrealismo que impera en sus otras propuestas, la fusión entre la historia y este tipo de edición o coreografías tipo musical no siempre fluye con naturalidad.

Dentro de sus pequeñas fallas, incluyendo un enfrentamiento trillado que cierra el tercer acto, sería un acto de irresponsabilidad no reconocer los méritos de la electrizante Baby Driver. En medio de un despliegue de material reciclado que suele ser suficiente para llenar las salas de cine, la película es un logro merecedor de la atención que los supuestos grandes filmes del verano no han logrado capturar en lo que va del verano. La singular propuesta es un llamado a escapar de la chatarra que genera miles de millones de dólares para grandes estudios y nos hace olvidar que el cine, antes que nada, es un medio para autores sin igual como Edgar Wright. Baby Driver es ejemplo perfecto de como un filme de verano debe sentirse, verse, y sobre todo, oírse.