Tres almas quebrantadas embarcan en una aventura en carro de sanación, redención y superación en Kodachrome, un drama familiar que trasciende el típico “road trip movie” al evitar la manipulación y los clichés del subgénero.

De un primer vistazo a la trama de la película, parecería que se trata de una más de esas propuestas sobre reconexión familiar tras años de separación. El tema se ha explorado en todo los géneros posibles, desde dramas como en Nebraska, hasta en innumerables comedias como la insufrible Snatched. Sin embargo, el director Mark Raso y su guionista, Jonathan Tropper, invierten la fórmula con elementos refrescantes que desarman la historia de sus clichés. Entre ellos, un dúo de personajes poco agradables a los que el guión pocas veces obliga a salir de su zona de confort para cumplir con una agenda manipuladora en la que al final, todos las cuentas quedan claras y los personajes se han relevado de sus preocupaciones.

No es que Kodachrome -basada en un artículo del periodista A.G. Sulzberger- tenga un final triste, desagradable o poco satisfactorio. Lo que hace la diferencia, y ayuda a que la película logre elevarse por encima del usual drama familiar, es la manera en que los personajes son presentados, sin remordimientos ni intención alguna de cambiar la posición en que se encuentran en relación a sus relaciones personales.

Matt, interpretado por Jason Sudeikis en el rol más completo de su carrera, es un A&R de Nueva York, cuyo empleo en una famosa disquera se ve amenazado cuando no logra un acuerdo con una popular banda de rock. Una nueva oportunidad de mantener su empleo se presenta cuando Ben (Ed Harris), un célebre fotógrafo y el padre con el que no había hablado en más de 10 años, le pide un último favor antes de morir: que lo acompañe a Kansas al último laboratorio en los Estados Unidos en el que se harán revelado en formato Kodachrome. Los acompañan Zooey (Elizabeth Olsen), la asistente y enfermera de Ben, y una de las pocas personas que toleran la personalidad impredecible y volátil del fotógrafo; la misma que le hizo perder a su hijo poco después de la muerte de su esposa.

Muy pocas cosas separan a padre e hijo en Kodachrome, un filme que no está tratando de reunir forzosamente a dos personas completamente diferentes, sino que es el completo opuesto. Siempre hemos escuchado que polos opuestos se atraen. En cierto sentido, se trata de un dicho relativamente fácil de representar. Es en esta creencia que se basan la mayoría de estas películas, al igual que el famoso “buddy cop movie”, en la que dos compañeros con personalidades completamente opuestas deben dejar a un lado sus diferencias para trabajar juntos. En Kodachrome, las confrontaciones nacen de una relación más compleja, en la que padre e hijo son polos iguales. Matt, un aficionado de la música, se niega a aceptar que el negocio de la música ha evolucionado desde el momento en que las bandas de rock eran los artistas que solían encabezar las listas de la música más popular del momento. Ben, por su parte, lucha con la realidad de que tanto su vida, como el formato de fotografía que inmediatamente lo transporta a su pasado, están cerca de terminar.

Para ambos hombres, que viven aferrados al pasado, el tiempo juntos sirve para descubrir que pocas cosas los separan, y que la vida tiene manera de forzarnos a dejar atrás el pasado y darnos la oportunidad de comenzar de nuevo. Cuando llega el  momento de redención, ha sucedido de manera orgánica. La cinta, la cual fue adquirida por Netflix tras su estreno en el Festival de Cine de Toronto, no te está forzando a sentir algo con intercambios y compasión forzada. Pero el hecho de que lo logra es razón suficiente para colocar a Kodachrome junto a algunos de los dramas más genuinos de los últimos años.

TIFF: Crítica de Kodachrome con Jason Sudeikis
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